jueves, 20 de febrero de 2014

a saber qué otro lugar del mundo

Golfa ha empezado a ladrar, a través de una valla de alambre.
no alcanzaba ver a qué y me he acercado
un poco. allí estaban:
dos patos;
el macho, brillante, y la hembra, de colores
pardos.
nadaban en un charquito,
dentro de un solar de construcción.
el charco ha resistido los días de sol, desde las últimas lluvias
aunque no mide más de un par de metros.
por lo que se ve, tiene bastante profundidad
para que dos patos naden
juntos.
deben estar de paso, pensé,
volviendo del calor de a saber qué otro lugar del mundo.

he tenido que insistir a la perra
para que les dejara en paz, y hemos subido a casa.

ella ha empezado a comer de su cuenco; yo
me he sentado en el sofá y me han venido a la cabeza
esos dos patos,
mientras miraba la pared,
contando las horas que quedan para que sea viernes o
primavera           y vuelvas.
la verdad,
nunca me había planteado el tamaño real
de la casa, en serio.
es un piso pequeño, de sorteo.
no tengo ni idea de los metros cuadrados que ocupa. no lo sé.
mañana, cuando por fin
estés aquí,
comprobamos, una vez más, que tiene profundidad
suficiente.

miércoles, 19 de febrero de 2014

los días que libro

Los días que libro, como hoy, aprovecho para no hacer gran cosa. limpio un poco la casa, hago comidas. suelo salir a pasear con golfa, con mayor tranquilidad que de costumbre.

en la zona donde vivo ahora, como en cualquier otra parte, supongo, suele formarse un corrillo de personas con perro y mucho tiempo libre. siempre me cruzo con alguno de estos círculos gregarios - debían ser añadidos al listado de tribus urbanas, es muy fácil distinguirlos-. procuro acercar a mi perra, para que se relacione con otros perros y disfrute, mientras yo intento todo lo contrario. 
pero hoy me he visto en una encerrona y, sin darme cuenta, estaba dentro del debate de tres jubilados varones, un chaval en paro, que, sorprendentemente, iba en pantalones cortos y una señora de mediana edad. discutían sobre política, inmigración y desempleo (que podría ser el nombre de un ministerio, una delegación de gobierno, una concejalía o consejería. ese tipo de cosas que se crean para que un cerrado número de personas vivan muy bien)

me he dado cuenta que un señor que debía tener más de ochenta años, con un abrigo color tierra que le llegaba por las rodillas y que llevaba abierto completamente, no abría la boca y, como yo, se limitaba a mirar cómo los perros libraban una batalla ficticia, desde fuera del círculo. al principio de la interrelación, cuando se podía dialogar, dijo haber sido maestro toda su vida. sin embargo, otro señor más joven, que se presumía jubilado, tenía encendido el ánimo de debatir. parecía que los gruñidos de los perros le hacían venirse arriba y empezó a hablar a voz en grito. mientras, las rebabas de la comisura de su boca se espesaban y miraba a los que no le prestábamos atención – el señor del abrigo y yo - apremiándonos a seguirle con un “¿o no?”, acompañado de insistentes golpecitos en el brazo. el resto de oyentes asentían con la cabeza.

al señor mayor terminó por aburrirle la situación y comenzó a alejarse con un “venga, adiós” que creo sólo haber oído yo. por suerte, he tenido la capacidad de desconectar de vez en cuando, concentrándome en el movimiento del cuerpo de los perros y en el sonido de chocar de dientes - es asombroso que nunca se hagan daño -

la boca seca seguía con su instrucción. resultaban pasmosos los argumentos con que aplacaba, dificultado por su baba espesa, posturas tan comprometidas para tanta gente, desde la comodidad del paseo por un césped de ciudad, una mañana ociosa, con un espléndido sol brillando sobre el cielo claro. solucionaba de un manotazo, conflictos en los que se ve implicada la vida de personas, con determinaciones del tipo: 
“con franco había menos derechos, pero tenías el trabajo asegurado.” “si es que cuanto más das por culo a tu jefe, es peor, que parecen gilipollas” “mientras te paguen el salario a fin de mes, tienes que estar agradecido” “lo que sobran son inmigrantes” “a tiros despejaba yo las fronteras” “las empresas no son ONG”, mientras, a su vez, criticaba a los políticos – porque es la postura oficial – y me decía que la juventud lo teníamos claro.

en el momento en que dictaba la última de sus sentencias, he mirado cómo la cara con que le distinguía, en un principio, se diluía para convertirse en la cara de toda esa gente que parece haber aprendido las cantinelas de carrerilla, como aprendíamos el padrenuestro, para decirse a sí mismos y a sus familiares cómo deben actuar ante la situación actual. tristemente, parece ser la postura oficial del ciudadano medio en nuestro país, herencia del carácter pasivo que cultivamos por estas tierras. miramos en la tele las revoluciones que ocurren en el resto de países del mundo y lo único que se nos viene a la mente es el terror de la guerra civil. la tele nos infunde la política del miedo. 

lo extraño es que no me he sentido con ninguna gana de entrar en el trapo, qué le puedes rebatir a una persona que trae las frases preparadas desde 1939. además, como he dicho, hoy por fin había salido el sol, desde hacía ya bastantes días y no me apetecía que ningún licenciado en derecho y humanidades por la universidad del bar manolo, me jodiera la mañana. 

me he preguntado cómo sería este tipo en su juventud y si no se vería afectado, cuando presumiera de una mayor sensibilidad, de los problemas sociales y políticos de su época.

cada vez estoy cogiendo más asco a cualquier tipo de doctrina. la que sea. me limito a escuchar e intentar aprender. después actúo como me sale de los cojones. intento pasar sin hacer mucho ruido, si algo me molesta lo evito o peleo. si con alguna ley no estoy de acuerdo, o no me parece justa, me la salto, consciente de sus posibles consecuencias. poco más. bastante mierda tragamos en el día a día, con el engaño éste del asalariado. 

después he subido a casa, pensando cosas como éstas y he puesto una peli. más tarde, debería haberme dedicado a arreglarme el pelo y la barba, además de limpiar los platos del fregadero, pero he encendido el ordenador y me he puesto a escribir todo esto, para soltar lastre. a medio texto, me he levantado a abrir una cerveza y lo único que cabe destacar del resto del día es mi conciencia, mirándome, al beber de la lata, como si estuviese matando a alguien.

martes, 18 de febrero de 2014

papilla de frutas

Sobre la una y media, más cerca del mediodía europeo, apartaba las espinas del pescado de mi abuela, mientras ella le ajustaba las cuentas a un puré de verduras. 
La televisión de la pared estaba encendida por capricho de la compañera de habitación, que es de esas personas - muy común y muy poco reconocidas - que parece necesitar que la tele esté encendida, aunque no le haga ni puto caso. Por lo de que suene de fondo. Hay casas en que la tele no está encendida, está sin apagar. 

Mi abuela pasa, dice que le da dolor de cabeza. 

Desde que vivo sólo, principalmente por temas económicos, no tengo tele, luego no la veo. No suelo enterarme de la mayoría de cosas que ocurren en el mundo, lo que creo, además, que me convierte, en cierto sentido, en un ignorante. Aunque me reconforta pensar que ninguno de los que dedican horas a recortar su sombra sobre las paredes del salón, se entera tampoco de las cosas que verdaderamente ocurren en el mundo. 
En casa de mi madre, tampoco era mi electrodoméstico favorito. Nuestra relación ha sido sido siempre muy cordial, yo no me meto con ella y ella no se mete conmigo.

Ésta vez, sólo la he podido prestar atención en dos puntos, sobre los cuales debatía un semicírculo de lo que parecían ser periodistas (o lo disimulaban muy bien), todos muy aparentes, con un peinado y un léxico muy trabajados. Mi abuela había empezado ya con el segundo plato. Come muy deprisa.
Al parecer, por un lado, doce personas han muerto intentando llegar a nuestras costas, con la promesa de una vida mejor. El dato a debatir ha sido si recibían disparos, mientras morían de asfixia, por parte de la guardia civil. 
Seguidamente, como enlazando ambos temas con natural fluidez, elogiaban a un torero muy guapo su manera de bailar tango.

Ahí ha terminado mi ración televisiva, espero que por mucho tiempo, a la vez que terminaba para mi abuela su ración de papilla de frutas. Cuando me he despedido de ella, el marcador digital marcaba crédito para cinco horas más de tele a discreción.

miércoles, 12 de febrero de 2014

tres golpes

Ha llamado a la puerta con tres golpes rápidos. No me había dado tiempo a levantarme del sofá, y ya estaba dentro de la habitación. Un hombre de estatura media, con abundante pelo blanco, muy bien peinado y bastante avanzado en edad. Su aspecto era impecable, muy austero. Llevaba vaqueros y camisa oscuros debajo de una bata blanca, a todas luces, al menos una talla mayor de la adecuada. Sostenía en una mano una carpeta , recogida sobre el cuerpo. 
Me dio la impresión de ser ese tipo de personas que no tiene demasiada pinta de haber trabajado nunca hasta tarde, detrás de una barra, ni descargando camiones en una nave sin calefacción. Esa gente que sonríe complaciente cuando le dicen que aparenta bastantes menos años de los que tiene en realidad.

Mientras se acercaba a la cama de mi abuela, dejó ver una fila de dientes blancos, impolutos, arrugando levemente sus bien proporcionadas facciones, para acostumbrar sus ojos a la escasa luz de la habitación, detrás de unas gafitas redondas. Su tono de voz parecía haber sido fruto de largas horas de dedicación, para perfeccionar la capacidad de resultar familiar y cercano.

-¿Cómo está? – se dirigió directamente a mi abuela.

Bien. Algo mareada – le contestó mi abuela y le soltó una risilla nerviosa. - Me han recostado en la cama de un golpe, como si fuera un pajarito – hace el gesto con las manos-  ¿Es usted el médico?

- No. ¿Es usted Pilar? – Casi parece que cantara, el tío.

- Pilar soy yo- Contestó una voz temblorosa, detrás de la cortina que divide la estancia.  

La compañera de habitación parecía estar esperando la visita. De repente, mi abuela y yo nos hicimos invisibles y el hombre del misterio dirigió sus modales ensayados  hacia la auténtica Pilar.

- Hola Pilar, ¿cómo estás? Soy el padre Sebastián. – Dijo dirigiendo la mirada a la carpeta - Veo aquí que quieres tomar comunión.-  Y cerró detrás de sí la cortina.

Mi abuela y yo nos miramos. Ella se recostó de nuevo sobre la almohada y yo volví a sentarme en el sofá. Mi abuela retomó la conversación que tenía para mí, que no conmigo, antes de la intromisión del cura. Hablaba sobre los espacios vendidos en el cementerio del pueblo para hacer sepultura. Nombró, una a una, las personas que compraron el pedazo de tierra colindante con el de la familia. Yo bromeaba con que, a partir de ahora, cuando me cruzara con ellos, les llamaría vecinos. Ese tipo de tonterías hacen que mi abuela ría de manera sinceramente escandalosa. Es maravilloso verla reír así.

A los pocos minutos de entrar, el padre Sebastián asomó la cabeza detrás de la cortina. Se había quitado la bata y lucía una enorme cruz plateada, colgando del cuello. Me preguntó si me importaba salir de la instancia, mientras duraba la eucaristía. Sólo iban a ser unos minutos. Le contesté que no se preocupara, que no nos molestaba en absoluto. Me miró fijamente unos segundos, algo contrariado, y volvió a correr la cortina para comenzar el ritual.

Recitaba la cantinela en voz muy baja, casi inteligible, a una sorprendente velocidad.

- Este tío, en sus tiempos mozos, debe haber ganado grandes competiciones de curas en la prueba de velocidad. – bromeé con mi abuela.

Seguimos el repaso de los asuntos del pueblo. Ahora les tocaba a los vivos.
Cuando terminó la sesión, el cura apareció detrás de la cortina, con la bata repuesta, e hizo la señal de la cruz en dirección a la cama de mi abuela. Saco de un bolsillo dos objetos y se los ofreció. Le dijo a mi abuela que los guardara hasta que le dieran el alta. Muchas gracias. Salió por la puerta. Nos deseó que Dios no proveyera una pronta recuperación. Amén. Gracias.

Sebastián intentó cerrar la puerta al salir, pero está dada de sí y solo responde si se empuja con fuerza. Después de varios intentos, la dejó entreabierta.

Me levanté de nuevo a empujar la puerta y mi abuela me mostró los objetos que le había entregado el cura. Una cinta con los colores de la bandera roja y gualda, con un dibujo y una inscripción: viva la virgen del pilar. También me enseñó una postal con una foto de la madre Teresa de Calcuta, que invitaba a hacerse de su congregación. 
Le pregunté a mi abuela qué quería que hiciera con ellos. Me dijo que la cinta la colgara de la percha que sujeta las botellas de suero, en el cabecero de la cama. La postal podía tirarla, sin que se enterara su compañera de habitación, por supuesto. La guardé en el bolsillo de atrás del pantalón.

A la una y media trajeron la comida. Ayudé a mi abuela a dar buena cuenta de ella, postre incluido y esperé a que se quedara medio dormida para irme. Por la tarde se acercaría mi prima para darle de cenar y pasar la tarde con ella.


Salí del hospital y caminé entre los coches del aparcamiento, en dirección a la zona donde había aparcado el mío. Un negro de los muchos que trabajan de aparca en esa zona y siempre me llama amigo, me preguntó si iba a sacar mi coche. Noté algo en el bolsillo. Era la postal de invitación de la madre Teresa. La arrugué en un puño y la lancé hacia una papelera. Fallé el tiro. Sí, un poquito más alante, amigo.

lunes, 10 de febrero de 2014

cómo parar el ascensor

Hay una larga lista de cosas
que no me permiten pensar
con claridad.
mejor dicho,
ciertos números, su timbre cabezota,
cimbrean en mi cabeza, como ráfagas de percusión.
aunque cierre los ojos,
lucen de neón incandescente.
la mayoría de datos ni siquiera los manejo
con exactitud,
pero están ahí, como el sonido de sirenas
que atraviesa la columna de la gran ciudad.
algunos de ellos, son la letra pequeña del número pi
de los contratos.
los restos de mi cuenta después del día cinco,
cada mes.
lo que queda de turno
en el trabajo.
los besos que no he dado por no parar de hablar.
el tiempo que tenía para cambiar
o se acabó.
los pasos que le quedan a mi abuela.
los céntimos que ha subido el pan
la gasolina.

las décimas de segundo que me quiso,
de verdad, el colibrí.
los minutos que llego tarde                       siempre.
los días
para el cambio de estación.
los miles de años que hacen falta para que vuelva
el cometa.

las hectáreas de bosque
por minuto.
los niños que no tienen perro,
pero tienen moscas. el maldito teléfono de UNICEF.
la soledades que acumula el cenicero
de mi padre.
las personas que lloran simultáneamente,
las que hacen el amor.
las neuronas que se apagan,
porque no he encontrado otra mejor manera
y mira que he dado cabezazos.
la luz de la báscula, los datos
que manejan los espejos, las velas de cumpleaños, las
vértebras.
el dos más dos.

miro hacia otro lado,
tarareo entre dientes,
no tengo reloj, ni calendario, ni luciérnagas,
pero todos estos números pelean en mi cabeza y, al final,
no alcanzamos ninguna conclusión, pero lo dejan todo
hecho una mierda.

y cuando parece que voy a darme por vencido,
sólo tú, sola,
una,
única y sin decimales,
irreductiblemente música.

nada más.

vienes a enseñarme cómo vivir en un abrazo, sin el filo segundero,
con la canción que destruye los autobuses, regalando
los pájaros que no caben en el pecho,
el secreto que diluye listas de espera, colas del paro,
reintegros.
vienes a apilar los meses a más de doce alturas,
a quebrantar el sistema binario, a saltar la banca,
sin digital o analógico, sin rayitas de cobertura.
sin cuenta atrás.
vienes a implantar tu norma de césped mojado,
la del tú o nada, va,
promételo.